viernes, 6 de abril de 2018

INES GALLASTEGUI EN "EL IDEAL"

POR  SU INTERÉS REPRODUCIMOS DICHO ARTÍCULO


Los psiquiátricos penitenciarios de España están saturados

 

Casi 500 enfermos que cometieron delitos viven en los dos centros españoles de este tipo. «El modelo es obsoleto y anacrónico»

INÉS GALLASTEGUISábado, 8 julio 2017, 01:07

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A primera hora de la tarde del 3 de abril de 2003, en la clínica de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, donde trabajaba, Noelia de Mingo sacó un cuchillo de 15 centímetros de hoja que llevaba escondido en su bata de médico y empezó a asestar puñaladas a quienes se encontró a su paso: compañeros, pacientes y familiares. Aquel horror duró unos segundos y dejó un rastro de tres muertos y seis heridos. El sábado pasado, la autora de aquella matanza que conmocionó al país comenzó a disfrutar de un permiso penitenciario de 90 días, mientras aguarda la decisión del juez sobre su libertad definitiva. ¿Qué ha ocurrido en estos 14 años? La clave es que De Mingo, para quien el fiscal pidió 65 años de prisión, fue considerada inocente. Según el tribunal, mató enajenada por su esquizofrenia paranoide, víctima de delirios y alucinaciones que le hacían ver en quienes la rodeaban una amenaza para su vida. Los jueces la declararon inimputable y ordenaron su internamiento en un hospital psiquiátrico penitenciario hasta su completa recuperación, durante un máximo de 25 años. No era un castigo, sino una «medida de seguridad».

En España hay dos hospitales psiquiátricos penitenciarios, en Sevilla y en Alicante, y están rodeados de cierto halo de misterio. Quizá porque la enfermedad mental sigue asustando a la sociedad, a pesar de que una de cada cuatro personas padecerá una a lo largo de su vida y de que un mínimo porcentaje de los afectados comete acciones violentas.

La Dirección General de Instituciones Penitenciarias, de quien dependen estos centros, no ayuda mucho a disipar la bruma: la petición de información de este periódico recibió un rotundo 'no' por respuesta. «Por razones de seguridad», alegó este departamento del Ministerio del Interior.

«No me extraña. Somos los grandes olvidados de la administración penitenciaria», afirma un funcionario de Fontcalent representante del sindicato mayoritario de Prisiones, Acaip. Él y su homólogo de Sevilla, que denuncia el «abandono» de las instituciones en los últimos años, describen un escenario desolador. Establecimientos hacinados y obsoletos, falta de personal y una mezcolanza de internos que hace imposible cumplir los objetivos para los que fueron creados hace treinta años: recuperar para la sociedad a personas que cometieron actos delictivos bajo el influjo de una alteración psíquica.

En su web, Instituciones Penitenciarias destaca que en estos hospitales los internos «no se clasifican por grados» en función de su peligrosidad, «son considerados pacientes» y se les trata en virtud de un «criterio facultativo especializado». Aparte de proteger a la sociedad de sus crisis y de proporcionarles a ellos un entorno seguro, estas instalaciones ofrecen tratamiento terapéutico y cuidados de salud a los internos, que además pueden participar en diversas actividades, desde talleres de pintura y artesanía hasta clases de jardinería, cocina o peluquería.

Para los expertos, el problema es el modelo. «Esos hospitales son cárceles puras y duras -asegura Concepción Cuevas, presidenta de la Federación Andaluza de Familiares y Personas con Enfermedad Mental-. Las prisiones son para los malos, los psicópatas, los que delinquen... no para los enfermos». Hermana de un esquizofrénico estabilizado hace años, lamenta que no existan centros especializados de rehabilitación para este tipo de penados.

Conocedor del sistema de salud penitenciaria en Inglaterra, donde trabajó diez años, el catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Granada Jorge Cervilla considera que nuestro modelo estatal es «obsoleto y anacrónico». No en vano, recuerda, estos son los únicos psiquiátricos que existen ya en nuestro país, tras la reforma que en los años ochenta acabó con aquellos manicomios de tétricas reminiscencias. Cataluña, con las prisiones transferidas, es la excepción, porque dispone de equipamientos de atención en salud mental -centros de día, asistencia ambulatoria y unidades de hospitalización- para condenados, tanto dentro como fuera de las prisiones. En Euskadi arrancó en 2013 la unidad del hospital Aita Menni, con veinte plazas. Y en Reino Unido, explica Cervilla, hay unidades de seguridad intermedia para los casos leves y otras de seguridad alta para los más graves. «Pero no son cárceles», puntualiza.

Para el psiquiatra Andrés López Pardo, que trabaja en la Fundación Pública Andaluza para la Integración Social de Personas con Enfermedad Mental (Faisem), otro modelo de referencia es Italia, donde se apuesta por centros pequeños, descentralizados y dependientes del sistema de salud, no del penitenciario. «Rehabilitar a una persona con un trastorno mental grave dentro de una prisión es como enseñar a alguien a jugar al fútbol dentro de un ascensor», señala.

Psiquiátricos sin psiquiatras

«Somos un almacén de enfermos mentales», lamenta Arturo, que en sus casi dos décadas como vigilante ha visto el «deterioro» del establecimiento sevillano. «¿Cómo puede haber un psiquiátrico sin psiquiatras?», se quejan a coro los dos sindicalistas. En Sevilla, de los seis profesionales previstos en la relación de puestos de trabajo, solo queda uno -«Está haciendo un esfuerzo titánico y cualquier día se va a romper»- y en Alicante, un titular y dos interinas, de cinco. La falta de personal, sostienen, afecta también a los funcionarios del área de vigilancia -la más numerosa y presente por turnos que cubren las 24 horas del día-, medicina general, enfermería, terapia, lavandería o fontanería.

Esa escasez de medios humanos repercute de múltiples formas en la rutina de esos lugares. «Cuando se sienten abandonados, los internos están intranquilos», explica el trabajador de Fontcalent. Si no hay guardias suficientes, hay que restringir las visitas de familiares y, cuando el psiquiatra no da abasto para cumplimentar los informes solicitados por los juzgados de Vigilancia Penitenciaria, los pacientes que progresan no pueden acceder a salidas o permisos. «A veces da la sensación de que los tenemos secuestrados», lamenta el sevillano.

El hospital andaluz, con 77 celdas previstas para 124 internos -las 28 habitaciones del módulo de agudos son individuales-, ha llegado a albergar a 183 en cuartos de hasta cinco camas. Ahora son 'solo' 163. El centro valenciano, con un módulo de mujeres, dispone habitualmente de 385 celdas, pero el cierre de uno de los módulos por obras ha obligado a reagrupar a los 292 residentes.

Y uno de los problemas más graves de estos establecimientos es, precisamente, la heterogeneidad de sus 'inquilinos'. Por un lado, hay internos de difícil recuperación, con discapacidad mental severa, muy deteriorados o seniles. «En una prisión normal, a los 70 años les dan el tercer grado o la libertad condicional por motivos humanitarios. Aquí tenemos en el módulo de enfermería a diez ancianos impedidos. No tienen familia y ninguna residencia quiere hacerse cargo de ellos», afirma el funcionario de Fontcalent.

Musculosos y agresivos

El grupo más numeroso lo integran enfermos mentales que, con la medicación adecuada, pueden hacer una vida normal. El problema es que cada vez es más frecuente el traslado desde prisiones convencionales de reclusos peligrosos, a menudo toxicómanos y reincidentes. «Algunos son musculosos y agresivos y, como hospital, no estamos preparados para ellos», resalta el vigilante del centro hispalense. Su compañero destaca además que no hay personal especializado en terapia de deshabituación de toxicomanías y que las instalaciones no están adaptadas para este tipo de residentes: las zonas comunes son abiertas, las puertas no son automáticas -se abren y cierran «con una llave gorda»- y los vigilantes no portan armas, sino walki-talkies.

Pese al aumento de la conflictividad -ha habido agresiones, incendios provocados e intentos de fuga con butrón-, la violencia no es la norma. El funcionario del hospital de Sevilla explica que, por motivos personales, siente «cercanía y afectividad» por estas personas. «Muchos me ven como un padre, alguien a quien pedir consejo», admite Arturo. Su compañero de Fontcalent, quien describe a Noelia de Mingo como «reservada pero amable», corrobora que, pese al «enfado» de la plantilla con la Administración, el clima interno es, en general, positivo. «Hay internos conflictivos y antisociales, pero la mayoría son bastante cordiales. Quieren hablar contigo porque se sienten solos. Necesitan contacto humano». Como todo el mundo.