Los psiquiátricos penitenciarios de España están saturados
Casi 500 enfermos que cometieron delitos viven en los dos centros españoles
de este tipo. «El modelo es obsoleto y anacrónico»
INÉS
GALLASTEGUISábado, 8 julio 2017, 01:07
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A primera hora de la
tarde del 3 de abril de 2003, en la clínica de la Fundación Jiménez Díaz de
Madrid, donde trabajaba, Noelia de Mingo sacó un cuchillo de 15 centímetros de
hoja que llevaba escondido en su bata de médico y empezó a asestar puñaladas a
quienes se encontró a su paso: compañeros, pacientes y familiares. Aquel horror
duró unos segundos y dejó un rastro de tres muertos y seis heridos. El sábado
pasado, la autora de aquella matanza que conmocionó al país comenzó a disfrutar
de un permiso penitenciario de 90 días, mientras aguarda la decisión del juez
sobre su libertad definitiva. ¿Qué ha ocurrido en estos 14 años? La clave es
que De Mingo, para quien el fiscal pidió 65 años de prisión, fue considerada
inocente. Según el tribunal, mató enajenada por su esquizofrenia paranoide,
víctima de delirios y alucinaciones que le hacían ver en quienes la rodeaban
una amenaza para su vida. Los jueces la declararon inimputable y ordenaron su
internamiento en un hospital psiquiátrico penitenciario hasta su completa
recuperación, durante un máximo de 25 años. No era un castigo, sino una «medida
de seguridad».
En España hay dos
hospitales psiquiátricos penitenciarios, en Sevilla y en Alicante, y están
rodeados de cierto halo de misterio. Quizá porque la enfermedad mental sigue
asustando a la sociedad, a pesar de que una de cada cuatro personas padecerá
una a lo largo de su vida y de que un mínimo porcentaje de los afectados comete
acciones violentas.
La Dirección General
de Instituciones Penitenciarias, de quien dependen estos centros, no ayuda
mucho a disipar la bruma: la petición de información de este periódico recibió
un rotundo 'no' por respuesta. «Por razones de seguridad», alegó este
departamento del Ministerio del Interior.
«No me extraña. Somos
los grandes olvidados de la administración penitenciaria», afirma un
funcionario de Fontcalent representante del sindicato mayoritario de Prisiones,
Acaip. Él y su homólogo de Sevilla, que denuncia el «abandono» de las
instituciones en los últimos años, describen un escenario desolador.
Establecimientos hacinados y obsoletos, falta de personal y una mezcolanza de
internos que hace imposible cumplir los objetivos para los que fueron creados
hace treinta años: recuperar para la sociedad a personas que cometieron actos delictivos
bajo el influjo de una alteración psíquica.
En su web,
Instituciones Penitenciarias destaca que en estos hospitales los internos «no
se clasifican por grados» en función de su peligrosidad, «son considerados
pacientes» y se les trata en virtud de un «criterio facultativo especializado».
Aparte de proteger a la sociedad de sus crisis y de proporcionarles a ellos un
entorno seguro, estas instalaciones ofrecen tratamiento terapéutico y cuidados
de salud a los internos, que además pueden participar en diversas actividades,
desde talleres de pintura y artesanía hasta clases de jardinería, cocina o
peluquería.
Para los expertos, el
problema es el modelo. «Esos hospitales son cárceles puras y duras -asegura
Concepción Cuevas, presidenta de la Federación Andaluza de Familiares y
Personas con Enfermedad Mental-. Las prisiones son para los malos, los
psicópatas, los que delinquen... no para los enfermos». Hermana de un
esquizofrénico estabilizado hace años, lamenta que no existan centros
especializados de rehabilitación para este tipo de penados.
Conocedor del sistema
de salud penitenciaria en Inglaterra, donde trabajó diez años, el catedrático
de Psiquiatría de la Universidad de Granada Jorge Cervilla considera que
nuestro modelo estatal es «obsoleto y anacrónico». No en vano, recuerda, estos
son los únicos psiquiátricos que existen ya en nuestro país, tras la reforma
que en los años ochenta acabó con aquellos manicomios de tétricas
reminiscencias. Cataluña, con las prisiones transferidas, es la excepción,
porque dispone de equipamientos de atención en salud mental -centros de día,
asistencia ambulatoria y unidades de hospitalización- para condenados, tanto
dentro como fuera de las prisiones. En Euskadi arrancó en 2013 la unidad del
hospital Aita Menni, con veinte plazas. Y en Reino Unido, explica Cervilla, hay
unidades de seguridad intermedia para los casos leves y otras de seguridad alta
para los más graves. «Pero no son cárceles», puntualiza.
Para el psiquiatra
Andrés López Pardo, que trabaja en la Fundación Pública Andaluza para la
Integración Social de Personas con Enfermedad Mental (Faisem), otro modelo de
referencia es Italia, donde se apuesta por centros pequeños, descentralizados y
dependientes del sistema de salud, no del penitenciario. «Rehabilitar a una
persona con un trastorno mental grave dentro de una prisión es como enseñar a
alguien a jugar al fútbol dentro de un ascensor», señala.
Psiquiátricos sin psiquiatras
«Somos un almacén de
enfermos mentales», lamenta Arturo, que en sus casi dos décadas como vigilante
ha visto el «deterioro» del establecimiento sevillano. «¿Cómo puede haber un
psiquiátrico sin psiquiatras?», se quejan a coro los dos sindicalistas. En
Sevilla, de los seis profesionales previstos en la relación de puestos de
trabajo, solo queda uno -«Está haciendo un esfuerzo titánico y cualquier día se
va a romper»- y en Alicante, un titular y dos interinas, de cinco. La falta de
personal, sostienen, afecta también a los funcionarios del área de vigilancia
-la más numerosa y presente por turnos que cubren las 24 horas del día-,
medicina general, enfermería, terapia, lavandería o fontanería.
Esa escasez de medios
humanos repercute de múltiples formas en la rutina de esos lugares. «Cuando se
sienten abandonados, los internos están intranquilos», explica el trabajador de
Fontcalent. Si no hay guardias suficientes, hay que restringir las visitas de
familiares y, cuando el psiquiatra no da abasto para cumplimentar los informes
solicitados por los juzgados de Vigilancia Penitenciaria, los pacientes que
progresan no pueden acceder a salidas o permisos. «A veces da la sensación de
que los tenemos secuestrados», lamenta el sevillano.
El hospital andaluz,
con 77 celdas previstas para 124 internos -las 28 habitaciones del módulo de
agudos son individuales-, ha llegado a albergar a 183 en cuartos de hasta cinco
camas. Ahora son 'solo' 163. El centro valenciano, con un módulo de mujeres,
dispone habitualmente de 385 celdas, pero el cierre de uno de los módulos por
obras ha obligado a reagrupar a los 292 residentes.
Y uno de los problemas
más graves de estos establecimientos es, precisamente, la heterogeneidad de sus
'inquilinos'. Por un lado, hay internos de difícil recuperación, con
discapacidad mental severa, muy deteriorados o seniles. «En una prisión normal,
a los 70 años les dan el tercer grado o la libertad condicional por motivos
humanitarios. Aquí tenemos en el módulo de enfermería a diez ancianos impedidos.
No tienen familia y ninguna residencia quiere hacerse cargo de ellos», afirma
el funcionario de Fontcalent.
Musculosos y
agresivos
El grupo más numeroso
lo integran enfermos mentales que, con la medicación adecuada, pueden hacer una
vida normal. El problema es que cada vez es más frecuente el traslado desde
prisiones convencionales de reclusos peligrosos, a menudo toxicómanos y
reincidentes. «Algunos son musculosos y agresivos y, como hospital, no estamos
preparados para ellos», resalta el vigilante del centro hispalense. Su
compañero destaca además que no hay personal especializado en terapia de
deshabituación de toxicomanías y que las instalaciones no están adaptadas para
este tipo de residentes: las zonas comunes son abiertas, las puertas no son
automáticas -se abren y cierran «con una llave gorda»- y los vigilantes no
portan armas, sino walki-talkies.
Pese al aumento de la
conflictividad -ha habido agresiones, incendios provocados e intentos de fuga
con butrón-, la violencia no es la norma. El funcionario del hospital de
Sevilla explica que, por motivos personales, siente «cercanía y afectividad»
por estas personas. «Muchos me ven como un padre, alguien a quien pedir
consejo», admite Arturo. Su compañero de Fontcalent, quien describe a Noelia de
Mingo como «reservada pero amable», corrobora que, pese al «enfado» de la
plantilla con la Administración, el clima interno es, en general, positivo.
«Hay internos conflictivos y antisociales, pero la mayoría son bastante
cordiales. Quieren hablar contigo porque se sienten solos. Necesitan contacto
humano». Como todo el mundo.